Qué
hacer al enterarse. Dar un espectáculo o reconocerlo mansamente, serenamente, como
si fuéramos ya adultos, asumir que se nos desbordan mejilla abajo los niños que
somos, niños con pecas o con barro en las manos o con aparatos dentales, niños
con nueve, once, a veces trece años, y estos son los más lindos, los inocentes,
los puros, los intocables, niños grandes con cambios en la voz y espinillas,
niños que montan en bicicleta y van al instituto y saben tan poco de todo, tan
poco de nada, niños que aún se levantan temprano el seis de enero, se
despiertan de amanecida, sonríen entre las sombras que ya quieren irse,
suspiran de emoción bajo las sábanas, corren de puntillas sobre el suelo tan
frío para los pies descalzos, llegan al cuarto grande, ¡papá, mamá, han venido los Reyes!
Aceptamos
porque hay que aceptar, porque es lo que se hace, porque es lo que se espera de
nosotros, pero cómo dar la razón ahora a nuestros compañeros de clase, a
nuestros amigos que ya nos lo decían, que ya nos lo advertían hace tiempo,
pequeños profetas a los que la ilusión les duró poco. Y cómo reconocer que todo
es mentira, que hemos vivido engañados, cómo pronunciarlo en voz alta,
verbalizar esta tragedia que sin embargo nos sabe a dulce, la paladeamos como
algodón de azúcar porque va firmada por la sonrisa de nuestros padres, sonrisa
cansada y a medio hacer a las ocho de la mañana, recién salida del horno,
cálida y blanda como una hogaza.
Para
qué guardar rencor si la ilusión se nos ha vuelto ternura, si el corazón
inquieto y los bombones y los tres vasos de leche para los camellos son ahora
tradiciones dulces, costumbres y nervios que son y no quieren ser fingidos, los
zapatos de lucir aún bajo el árbol y sus luces titilantes de oro, los tacones y
el charol todavía a la espera de despertar llenos de caramelos, todavía casi
queriendo temblar de emoción, levantarse de la alfombra y gritar que todo sigue
siendo cierto, que esta infancia que ya nos queda sujeta por alfileres aún no
se ha ido, aún el niño al que vamos soltando de la mano está en nosotros, no
nos abandona, se queda pequeño, inocente, quietecito en nuestros hombros, se
apoya en la clavícula, observa el mundo, nos acompaña siempre.
Lo
vemos en verano, en vacaciones en Navidad, en la mañana de Reyes que suena a
bicicletas por el parque y huele a juguetes nuevos. Lo encontramos en las
mochilas nuevas para el segundo trimestre, todas brillantes, explosiones de
color y de dibujos que algún día nos gustaron, mirapapá, miramamá, miraseño, Pedro, Margarita, Alfonso, mirad lo que
me han traído, lo que pedí en la carta, con Goku o con la Cenicienta y todo,
mirad qué chula, cómo rueda, cuánta purpurina, qué envidia les voy a dar a los
de la clase, mirad, mirad, tiene un bolsillo oculto para esconder secretos,
para esconder tesoros encontrados en el patio o en la calle de vuelta a casa,
un botón, un cromo, una pinza, una hoja mordisqueada, descubrimientos valiosos
como diamantes tocados de misterio, posesiones que no tienen precio o que se
venden en el recreo a cambio de otras –una canica, un trébol, la cabeza de una
Barbie-, adquisiciones cruciales que se vuelven a esconder en el bolsillo y
regresan con la maleta a clase, a la aventura, a la esperanza, entran en el
aula con toda su ilusión a cuestas, ese traqueteo de barrio, ese deslizarse
cotidiano de las ruedas sobre el asfalto.
Hallamos
al niño sin esperarlo, lo reencontramos un día cualquiera (pero especialmente
el seis de enero), de repente nos sorprendemos envidiando los juguetes de
nuestros primos pequeños y ahí está, ya apareció, volvió a asomar la naricilla
curiosa de duende entre los pliegues de nuestra bufanda. Almorzamos juntos en
casa de los abuelos y sin aviso renace, nos creíamos maduros en la mesa de los
mayores y al ver cómo los otros desenvuelven esa muñeca tan bonita o ese
circuito de carreras salta el niño ilusionado, nos hace chispear los ojos, nos
obliga a disculparnos con los adultos porque dejamos nuestro nuevo asiento para
regresar al que nos pertenece, al de la mesa pequeña que nos mira con interés y
con recelo porque estamos entre dos mundos, parece que crecemos y sin embargo
esos coches tan rápidos, esa muñeca tan linda.
Volvemos
al niño no como quien termina un largo viaje, no somos Ulises y tanto mar,
tanto tiempo, tanto vacío en las espaldas, sino que miramos atrás como al otro
lado de un escaparate, se nos esfuerza la nostalgia en tocar lo que ya se ha
ido y se nos queda en ganas, no en impotencia, en ganas suaves de recuperar lo
que ya no es nuestro. De qué manera podemos asumirlo y continuar viviendo,
jugando, fingiendo ante nuestros primos, cómo aceptar este pedazo de infancia
que nos ha sido arrebatado sin quejas ni dolores, voluntariamente, quizás
nosotros mismos hayamos dado el empujón definitivo porque a pesar de todo
asumimos, aceptamos, reconocemos sin lamentos que el niño es caduco, en su
lozanía envejece sin arrugas, se va haciendo cada vez más pequeño, más
accesorio, más prescindible hasta quedarse minúsculo, es un gnomo, un elfo, una
miniatura en recuerdo de quienes fuimos y aún somos.
Porque
el niño aún vive en nuestro cuarto. Dejamos que otee el horizonte y nos
aconseje desde la cenefa de ositos, la colcha de princesas, los muñecos de
series que ya no deberían gustarnos y sin embargo nos gustan, a quién le
importa. Abrazamos al niño en nuestros peluches, nuestros pijamas con dibujos,
nuestros libros infantiles, los cuentos y novelas que hemos querido conservar
como reliquias de lo que no va a volver, jirones de ternura esparcidos sobre
caballeros, piratas, monstruos, sobre ilustraciones en las que el polvo se
acumula y se acomoda con los años, se hace espeso y dorado en el canto de las
páginas que ya no pasamos pero que aún están, celebramos su presencia sin
saberlo, les rendimos honores en este mundo adulto y veloz y caótico que se nos
viene encima porque dejamos que nos acompañen, caen sobre nuestros párpados
como lluvia cálida tantos Peter Panes, tantas Caperucitas, tantos conjuros
mágicos que nos han moldeado desde siempre. Somos los tréboles de cuatro hojas,
los calderos al final del arcoiris, los centauros, los cabritillos, las
sirenas, los bosques prohibidos, las grutas de las maravillas, las contraseñas
secretas, los lenguajes en clave, los dragones dormidos a la espera de
despertar de nuevo en tierras en las que todo es posible si así se desea, donde
la enfermedad no existe ni hay heridas sino las que sanan ungüentos de brujas y
palabras de magos, donde la muerte es sólo un pretexto para continuar jugando.
Volver
atrás es un sueño, una ilusión difusa entre esta niebla que no permite avanzar
ni retroceder, niebla de frontera con un rostro mirando a cada lado, bifronte, con
un pie apenas posado en cada patria, niebla espesa que impide decidir, niebla
translúcida de contorno indefinido. No reconocemos quiénes somos, cruzamos un
puente sin retorno a Nunca Jamás y a ese país de los niños que se nos quedan perdidos,
acaso regresen a mirarnos desde lejos como un susurro en Navidad o en días
infinitos de verano, pero no hay más, estiramos los dedos y sólo nos llega su
aliento, su voz pequeña, su aura de porcelana.
Imposible
continuar también nosotros tan desprotegidos, seguir caminando a tientas sin
este miembro inocente que nos han quitado y ni siquiera sangra, tan discreto,
no sangra pero existe. Quiere latir donde ya no puede esta infancia de
extremos, tozuda, hirviente, que se nos queda desértica, le desaparecen los
márgenes, va adoptando las texturas del recuerdo, poco a poco y sin saber por
qué la inercia de los años deja de forzar sus luchas vanas.
Sin
saber por qué comenzamos a engañar con gusto a nuestros primos, les ayudamos a
escribir cartas al Polo Norte y al Cielo –la letra torpe, temblorosa e
ilusionada de todos los niños del mundo-, envolvemos paquetes como vistiendo
esperanzas nuevas, nos acostumbramos al papel de regalo y a la cinta adhesiva,
a montar el Belén y el árbol, a decorar la casa también para nosotros, que
nunca nos permitimos habituarnos al tedio adulto. Les enseñamos los villancicos
con los que hemos crecido, les hablamos de magia y de trompetas invisibles que
anuncian lo que llega el seis de enero, nos emocionamos de puro nervio junto a
ellos, qué brillo en la mirada, qué luz en la sonrisa, soles tan breves y aun
así tan intensos, deseosos de vivir como quien conoce su mortalidad, como quien
es consciente de que todo se apaga.
Los
llevamos o nos llevan de la mano a la cabalgata, a coger caramelos que probablemente
no comamos, chillan o enmudecen con la llegada de Baltasar, ¡mira, mira, es mi preferido y es el
último!, se quedan pensativos cuando ya no hay más carrozas, vuelven a casa
en silencio, unos pasos por delante, sumidos en reflexiones y misterios todavía
sin respuesta, todavía insondables y niños, perdidos en mundos infinitos de
fantasía que también con el tiempo dejarán de ser suyos y pasarán a otros que
despertarán temprano con los pies fríos, el alma amanecida, y correrán al
cuarto grande donde por fin se duerme después de colocar tantos paquetes, de
volver a guardar la leche, de comerse los bombones, gestos cansados y dulces de
madrugada, guiños somnolientos que merecen la pena porque así todo continúa,
todo sucede de nuevo, los niños de ayer y de hoy se calzan las zapatillas, se
ponen las batas, llegan de la mano y en tropel al salón y al fin gritan,
murmuran, sonríen –tanta luz tan breve- ¡papá,
mamá, han venido los Reyes!